Hace poco más de seis años, la hermana de mi esposo decidió ser madre soltera. Yo sabía lo que implicaba ese deseo. Ya había sido madre, y como psicóloga, conocía bien lo que significa ejercer este rol: sus luces y sus sombras. También entendía que para que un niño crezca en un entorno emocionalmente equilibrado, suele ser necesario más de un cuidador. Pero ¿quién era yo para cuestionar un deseo tan genuino como el de ser madre?
Lo que nunca imaginéfue que, con la llegada de ese hermoso bebé, yo volvería a maternar. Desde el día de su nacimiento, que pasé en el hospital, hasta los años siguientes —sí, los años— me fui involucrando cada vez más: en momentos de cansancio, enfermedad, crisis, y en la rutina diaria de criar.
Como muchos saben, en este país los bebés suelen ir a la guardería desde los tres meses, algunos con suerte a los seis, para que sus padres puedan reincorporarse al mundo laboral. Afortunada —o no—, por mi formación y experiencia, sabía lo que implica la separación temprana entre un bebé y su figura de apego. Saberlo me dolía. Me removía algo profundo. Sentíque no podía quedarme al margen.
Mi instinto materno, junto con mi mirada profesional, se unieron: “Lo cuido yo”, pensé, “hasta que sea lo suficientemente independiente para integrarse al mundo escolar”. Y eso fue lo que hice.
¿Saben lo que eso significó? Tuve que ajustar mis horarios, limitar mi práctica clínica, reorganizar mi rol como terapeuta y como madre. Pero gracias al apoyo de mi esposo y mi hija, que comprendieron la importancia de ese tiempo, pude ofrecerle a ese bebéun espacio de cuidado íntimo, respetuoso, afectivo. No lo hice para que me lo agradecieran. Lo hice por él.
Porque séque las heridas de la infancia son más llevaderas cuando, al menos, hubo un espacio cálido, estable y seguro. Porque en consulta, cuando veo a adultos rotos por historias tempranas, hay algo que siempre ayuda: el recuerdo de una tía, un abuelo, una vecina… alguien que estuvo ahícuando más se necesitaba. Esas figuras salvan.
Y más aún cuando hablamos de una madre soltera, que carga sola con la responsabilidad emocional, económica y afectiva.
Asíque sí, me di a la tarea de acompañarlo, guiándolo con principios del método Montessori, y también con la intención de que aprendiera mi idioma —el español— para poder comunicarnos profundamente. Muchas personas me dijeron que estaba loca, que era demasiado esfuerzo, que no era mi responsabilidad. Y no les miento: hubo momentos de duda, de tristeza, de frustración. Sentía que estaba volviendo a maternar sin haberlo planeado, dejando en pausa una parte importante de mi carrera.
Pero mi familia siempre me sostuvo con palabras de aliento. Me recordaban que ese esfuerzo, tarde o temprano, daría frutos. Mi madre, en especial —quien también había hecho algo similar por algunos de mis primos—, me habló con honestidad de lo duro, pero también de lo profundamente gratificante que puede ser ver crecer a un niño desde el amor.
A veces, lo confieso, me invade una nostalgia: la de haber deseado tener yo también una tía cerca cuando cuidaba sola a mi hija. En aquel entonces, mis hermanas estaban en otros países. A su manera me apoyaron, sí, pero esa red cercana, tangible, me faltó… Tal vez por eso, sin darme cuenta, me convertíahora yo en esa figura que alguna vez necesité.
Y sí: lo vi dar sus primeros pasos, decir sus primeras palabras, vivir sus primeros días de escuela, reír a carcajadas por primera vez. Hoy, con seis años, cuando necesita apoyo, sabe que aquíen casa lo encuentra. Lo veo crecer seguro, firme, bilingüe, resiliente, con una mirada despierta y una voz que ya reflexiona en español con profundidad y ternura.
Y aunque sí, ha sido agotador. Y aunque muchas veces el corazón duele por no poder rescatarlo todo —porque no, no siempre se puede—, me quedo con la profunda satisfacción de saber que puse ese granito de arena. Ese vínculo, esa presencia, ese amor temprano, séque marcarán la diferencia cuando más lo necesite.
Y entonces lo entiendo: valió, y sigue valiendo, cada minuto que le he entregado.
Gracias a todas esas mujeres que maternan desde el amor a niñas y niños que no son biológicamente suyos, pero que no escatiman en cuidarlos con todo el corazón. Mujeres que lo hacen desde la sombra, desde el anonimato, pero con el alma llena de propósito: ayudar a criar futuras generaciones con más respeto, más raíz y más seguridad.